martes, 25 de septiembre de 2012

De viejas promesas


CAUSALIDAD
CASUALIDAD
(Mia Morph)



Ayer lo vi. Podría decir que fue una jugarreta del destino para hacer alusión al romanticismo que llevo dentro, pero que pocas veces saco a flote, por ello, prefiero pensar que en realidad fue la casualidad quien se involucró en nuestro encuentro.
Nos cruzamos en la entrada de la catedral. Él me reconoció primero y, aunque yo habría preferido no verlo más desde nuestro estúpido adiós, admito que hubo algún instante en que tuve curiosidad por saber qué habría sido de su vida. Sentí la necesidad de saludarlo afectuosamente. El sentimiento fue mutuo, un abrazo y un beso en la mejilla fueron suficientes en ese momento.
Aunque él iba de salida me acompañó a mirar los retablos, nos sentamos un momento y luego, me invitó al café que solíamos frecuentar. Recordé la última vez que estuvimos ahí, disfrutando aromas exquisitos, canciones, libros, besos y charlas divertidas, rodeados por personas a las cuales el tiempo les ha despojado de su figura; aunque he de ser sincera, esta vez puse menor atención en los alrededores y fijé mis sentidos en su persona, en la frescura de la fragancia que combina perfecto con su piel, su cabello que ahora deja entrever el paso de los años, su sonrisa y las palabras precisas para arrancarme una que otra carcajada. Su voz me seguía encantando, en especial, el tono peculiar en que seguía llamándome “princesa”. Pude distinguir a través de sus gafas una mirada cálida y sincera, posando su mano izquierda en su barbilla mientras  escuchaba mis palabras con atención.
Trajimos al pasado de vuelta y lo invitamos a pasar, primero la charla seguida por los libros. Luego los besos, entonados no sólo por bellas canciones, sino por el exquisito aroma que deleitaba nuestros cuerpos. Nos dimos cuenta de que esta vez estábamos solos, éramos él y yo, aún rodeados de personas sin voz y sin rostro.
Pensamos en lo que hubiese pasado si de todos los caminos posibles hubiéramos elegido el mismo, para caminarlo juntos.
Nos imaginamos de nueva cuenta conjugando el “nosotros” en todos los tiempos posibles, recreando los escenarios en donde la longevidad de nuestros cuerpos sería el reflejo de las batallas ganadas y otras tantas perdidas en el campo de la vida. Nuestro cabello desaliñado y los ojos hinchados al despertar, mostrándonos así, tal cual somos y solíamos ser; el dulce beso de bienvenida al volver a casa después de un día agitado. Nuestros viajes, las salidas al campo, algunos domingos de futbol y las matinés sabatinas con los niños, nuestros hijos, de quienes ideamos sus rostros pensando a quién de los dos se parecerían, pensando en qué nombre les pondríamos y decidiendo si sería buena idea tener una sala de videojuegos para ellos. Quizá alguna mascota, aunque él piensa que es alérgico a los gatos y yo a los perros.
Inventamos la arquitectura y la decoración de nuestro hogar, con una fuente en el amplio y hermoso jardín, en donde pudiéramos meditar tranquilamente por las mañanas ó saludar a los astros en las noches despejadas. Tendríamos un estudio de pintura, con un gran  ventanal y olor a incienso que serviría para inspirar algún típico paisaje de invierno. Ingeniamos dónde colocaríamos su guitarra, un piano y posiblemente otros instrumentos para las reuniones con los amigos. Seguiríamos componiendo y cantando canciones, intensas, tontas o profundas que a otros pudiesen desagradar, tanto como las antiguas y extrañas películas que a otros aburrían, pero no a nosotros; eso ya no importaría, pues sería nuestra guarida, cuyas llaves serían las claves, los mensajes y secretos que sólo nosotros podríamos descifrar, invisibles a los ojos ajenos. Sólo éramos él y yo.
Éramos nosotros, descubriendo recuerdos en algún cajón de la alcoba, objetos que nos recordarían nuestra extraña y complicada luna de miel, pues él prefiere el calor y yo refugiarme en el frío. El viaje en globo y la visita a Machu Picchu, habrían sido divertidos si a él no le incomodaran las alturas y yo estuviera en forma para escalar, aún así, pudimos imaginarnos juntos, en la cima. Las confesiones de nuestros cuerpos húmedos en el trayecto, con el éxtasis que provoca ganar en los juegos del amor.
Las promesas y las sonrisas al preparar la gran fiesta, la música de fondo que guiaría nuestros pasos en una pista de baile, reflejando nuestra historia de amor con los invitados, los obsequios, el pastel, las palabras, el discurso, las lágrimas. Todo lo típicamente posible que se suele hacer con un “nosotros”, la promesa de lo que no puede abarcar una eternidad, pero si la gran posibilidad de una vida juntos.
Todo eso fue lo que rechazamos, de lo que decidimos huir.

Desde la primera vez en que nuestras vidas se cruzaron, había sido el momento más feliz que tendríamos juntos. Si de todos los caminos posibles hubiésemos elegido andar por el mismo sendero, no habría surgido la necesidad de enamorarnos de ese pequeño instante que no ha sido y que no será, pues ya no bastaba con seguir enamorados de un pasado sin futuro, ni de un futuro que ni en el pasado podría funcionar.
Nos lamentamos por no poder amar y perdonar lo necesario en su momento, pues ambos hemos construido ya nuestro propio camino y lo hemos recorrido con alguien más.

Miramos el reloj y descubrimos que era tarde. Un abrazo efusivo y un beso en la mejilla fueron suficientes para lo que espero sea un adiós definitivo.

En el fondo sabía que tenía un poco de razón, aunque me equivoqué en algo: no  fue un encuentro con el destino, sino con la causalidad. 










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